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TRANSLITERACIONES

Marcela Quiroz


Hace más de un milenio, Zhuangzi, uno de los pensadores fundantes de la sabiduría oriental sobre cuyas reflexiones se desarrollaría el taoismo, explicaba que las cosas del mundo que creemos conocer no existen sino al ser nombradas. Lejos de ser algo esencial, es decir, basado en la naturaleza del ser, es una cuestión de costumbre y hábito cómo suceden las relaciones de ‘existencia’ entre las cosas y su enunciación. Explicaba Zhuangzi que su configuración sucedía de manera similar a como se forma un camino donde no lo había al andar de los cuerpos sobre él. Siendo así que las ‘cosas’ se forman al ser designadas por un nombre que las especifica, siguiendo este nombramiento y su recurrencia una costumbre o convención social para finalmente dotarlas con una existencia reconocible.

Al contrario de lo que podríamos entender siguiendo la tradición de pensamiento de la que deriva nuestra forma de concebir el mundo —generalmente privilegiando la razón y el saber como conocimiento confiable y ‘ordenable’— este proceso de dar un nombre a las cosas para distinguirlas entre sí y fundar desde sus diferencias nuestro conocimiento, no es considerado como una victoria del lenguaje ni del pensamiento para el taoismo. Pues nombrar las cosas impide que permanezca en ellas la capacidad originaria que las hace parte de un todo móvil conformador del universo como transformación constante. Designar una cosa como tal es solidificarla, cercarla, configurarla estática e imposible al cambio. De cierta forma podríamos entender que al dar nombre a una cosa estamos aniquilando en el acto de apropiación que supone el lenguaje ese impulso vital que hace y transforma la existencia.

Pero es cierto también que existimos en el lenguaje y que nuestra experiencia del mundo resultaría de alguna manera inaccesible (si tan sólo en tanto imposible de ser compartida) si no pudiéramos recrearla en la escritura o en alguna vivencia temporal de reapropiación ‘compartible’ a la palabra como gesto de expresión. Así es posible pensar que los nombres de las cosas tienen en la escritura la posibilidad de recrearse, de ponerse de nuevo en movimiento y reinsertarse en el fluir del mundo. Los nombres tienen la posibilidad de ser llamados para decirse y desdecirse en el proceso creativo. Esta cualidad es la que rondan y detienen en sus instantes las búsquedas de Miguel Fernández.

La obra de Fernández parecería estar animada sobre diversos niveles —siempre un tanto desdibujados— entre las cosas y la funcionalidad de sus nombres. Es importante saber que todos los proyectos de este joven artista nacen de la escritura; Fernández es uno de aquellos que por necesidad y convicción lleva un libro de artista en proceso colgado a la espalda. Frases propias y ajenas, incompletas, a veces inconexas, propuestas, dudas e imposibles promesas hacen el camino de las obras que veremos antes o después sobre los muros de ésta y otras exposiciones por venir. Sus libros de artista o cuadernos de trabajo son, como suele ser en la tradición de este género creativo, una condensación de diversos estados de la materia no siempre visibles ni comprobables —configuraciones de las ‘cosas’ que para él constituyen el mundo.

Invocando sobre sus bordes la figura del flâneur benjaminiano, Fernández camina las ciudades como quien descubre un territorio improbable con la misma dosis de sospecha y despreocupación. Obras como sus obstrucciones de espacios dan cuenta de ello al entablar un diálogo de tintes monológicos —tan irreverente como vencido— con el entorno urbano. Así es como el artista se juega la apuesta del lenguaje, evidenciando en un solo gesto la futilidad de la acción en el absurdo de lo construido. Fernández desocupa espacios, o bien, los invade; desdobla y reconstruye superficies y fondos para revertir su carácter utilitario —al hacerlo no interviene solamente la materialidad del objeto sino que reta la esencia misma del lenguaje como designación nominativa de las cosas. Sus gestos invasivos y sutiles devienen suficientes en su impermanencia para alterar el orden estanco de lo cotidiano-conocido. Miguel Fernández inhabilita la eficiencia de la norma entre acciones aparentemente incoherentes (re)colocando aquí y allá los cuerpos de las cosas al fondo de una reaparecida interrogante sobre las posibilidades del vacío, del inocuo instante sostenido y del resquebrajamiento de sentidos estacionarios.











Posibilidad y vacío, 2008. Impresión cromógena. © Miguel Fernández.


Situándose a una inteligente distancia de la estrategia meramente descontextualizadora de ciertas variantes prácticas y conceptuales adoptadas en el arte contemporáneo después de Duchamp, Fernández parece interesado en develar las capas que subtienden el camino entre el objeto y el arte, entre el original y la copia, entre el signo y el referente. Ahí sus juegos de reflejos, velaciones y transparencias entre los que suceden instantes como Debajo del vidrio y Forma pura. Desarticulando la distancia entre el signo, la expresión, la percepción y la significación, estas imágenes-huella recuerdan las interrogantes que Derrida lanzara sobre la fenomenología de Husserl. Desestructurando sus reducciones ideales, el autor de La Voz y el fenómeno preguntaba si la fuerza de repetición del presente que se re-presenta como signo (en el lenguaje o en el mundo) era tal quizá porque no había sido jamás presente a sí mismo.[1] Esta distancia siempre en sustracción entre la presencia y su representación es acaso eso ‘invisible’ que Fernández retrata cuando sigue una Línea de luz o esquina en una Burbuja de vacío. Ejercicios que hacen tangible la huella retencional que funda a la fotografía, señalando en paralelo esa no-identidad consigo del presente viviente que a veces confiesan las cosas (in)nombradas.











Debajo del vidrio, 2009. Impresión cromógena. © Miguel Fernández.











Forma pura, 2009. Impresión cromógena. © Miguel Fernández.


En un bastión cercano, anticipando teóricamente los avances derridianos a los que hemos aludido, el dibujo fotografiado Digamos esto y digamos lo otro pudiera pensarse como un estadio de comprobación del proceso de des-auratización reproductiva sobre el que escribiera Walter Benjamin en 1935. Pues destina la obra germinal a un proceso de desaturación desde su estatuto fotográfico para resignificar por medio del dibujo el trazo en la reproducción tecnológica y con ello la dinámica de percepción de las cualidades significantes de la obra. Al reverso o bien, en anticipo de esta pieza, la serie de dibujos-palabras como Nada en particular, todo en general dan cuerpo a una selección de afirmaciones vacuas que insertan sobre la desgastada retórica del sentido comunicable una variable tipográficamente desestimada: el trazo de la mano afanada en recuperarse sobre la indiferencia del pulso mecánico carente de espesor, contra el que vuelve el dibujo como desplante corporal cuya ejercida futilidad hace del cuerpo de la imagen representación fiel. Trasuntos.[2] Práctica de aparente absurdo heroísmo que invoca esa intuición anunciada por Roland Barthes en El grado cero de la escritura: “existe en el fondo de la escritura una ‘circunstancia’ extraña al lenguaje, como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje.”[3] Al dibujar la impresión de las palabras Fernández, activa esa ‘circunstancia extraña al lenguaje’ de la que hablara el teórico francés convirtiendo en acontecimiento —ya no el mensaje— sino su proceso de inscripción.











Digamos esto y digamos lo otro, 2009. Impresión cromógena. © Miguel Fernández.


Atendiendo esa dislocación de los sentidos asentados sobre el lenguaje y sus formas de simbolización del mundo, Barthes aseguraba que la descripción no era sino un intento por expresar lo mortal propio del objeto. De tal forma, intentar describir un cuerpo en el mundo responde a la simulación que anima el deseo por creerlo-quererlo vivo (asumiendo ya desde el origen de tal deseo su muerte). Escribir sobre un objeto, hacer su existencia enunciable —darle vida— es equivalente a verlo muerto.[4] Es posible pensar que la obra de Miguel Fernández activa esta misma dinámica siendo que sus fotografías e instalaciones no precisan agregar planos de sentido a los objetos y situaciones que encuentran, construyen o replican. Así es que el impulso que enlaza sus ordenamientos y acumulaciones detenta la consigna posmoderna de la saturación como vaciado de sentido. Observando las pequeñas muertes de la connotación sería una forma corta de narrar el proceso de trabajo de este artista —recorridos, reacomodos, reinserciones habitadas al gesto compartido de una “cierta intrascendencia con una composición clásica”.[5]

Es cierto, las composiciones formales de sus imágenes fotográficas mantienen un perfil clásico, encuadres acordes con la forma retratada sobre la claridad de sus desempeños figurativos. Sin embargo, en ese encuentro (pre)establecido con la imagen, esa ‘cierta intrascendencia’ no-metonímica que constituye sus escenas embiste al objeto con la brutalidad de una interrogante que exige respuestas alógicas. Una caja de cartón extendida hace las veces de pequeña platea, imposición geográfica sobre un terreno tan impasible como aleatorio. El objeto de la imagen no ofrece sus dimensiones estructurales a la contemplación, ni sus contornos se proponen entretener juegos volumétricos luminosos como sucedería con un objeto ‘clásico’ fotográfico modernista; la imagen de Fernández es huella de aquello que afirma el nombre —Caja extendida. Pero, volviendo a Zhuangzhi ¿es cierto que de nombrarlas las cosas existen? ¿No sucede con el juego inhabilitador de la tridimensionalidad de esa ‘caja’ que declara su imagen una cierta transliteración nominal-existente?











Caja extendida, 2009. Impresión cromógena. © Miguel Fernandez.


El Cuarto de luz —cuya experiencia física impone Fernández al recorrido que sucede esencialmente sobre muros en esta exposición— sería otro ejemplo claro del orden de esta intención: expresar el carácter mortal del objeto al ejercicio de la mirada desnudada del lenguaje, llevando al extremo la insuficiencia descriptiva de nuestras propias posibilidades. Así que no sea sólo el objeto el que en su visualidad (in)descriptiva escape continuamente al discurso, sino el propio sujeto evidenciado en la violenta y efectiva estrategia del señalamiento simbólico lumínico y enceguecedor. Sentados y solos dentro de un cuarto vaciado de imágenes salvo aquellas que la conciencia, la mirada del visitante se ve obligada a asumir su desnudez. Invista y sin palabras para seguir nombrando nuestro cuerpo-en-visibilidad nulificado parece ahora obligado a la espera del ser nombrado.

Después de los registros fotográficos, los dibujos y las dos intervenciones tridimensionales en sitio que habitan las Imposturas de Fernández salimos del blanco como si queriendo creer que volveremos a ver. Pero el blanco, debería ya de saberse, es ese color de la ausencia más violenta de todas —aquella que, en apariencia, se cubre de excedida visibilidad. En su estudio Cromofobia David Batchelor lanza una idea ciertamente temeraria al decir que la ‘H’istoria del arte occidental ha transitado sobre una constante aberración al color, considerándole como algo ajeno y peligroso (patrimonio de lo femenino, lo pueril, lo primitivo); o bien como algo superficial, accesorio y superfluo. Peligroso o banal, el color ha quedado fuera de las preocupaciones más ‘elevadas’ de la mente, asegura Batchelor, siendo quizá el color (incontrolado o incontrolable) representación vulgar de la corrupción de la cultura. Fernández decide circular su primera muestra individual hacia este gesto: la erradicación del color, la de la línea, de la profundidad —en sí, hacia la desintegración luminosa del tiempo de lo visible. Afrenta que lleva sobre la mirada al cuerpo entero para registrarle desprovisto de sus propios contornos.

Cegados, desconocemos nuestros límites.

Estrategia panóptica sobre la que parecen ahora enfilar varias de sus obras sobre densidades que antes del cuarto blanco parecían distantes. El Cráter del que se infería una topografía causal contenida y recorrible, empezaría a tratar no entre los territorios cuyos quiebres reproducen sino acaso sobre la continuidad de un figura blanca extendida y amenazante como la que describiera Melville. Aniquilación sostenida. En Cubo blanco II, el cuerpo recompuesto enlistaría en su armado una segunda finalidad que la del reuso del área equivalente de vacío que captura, contiene y ahora, forzadamente esconde. Se turbia el contexto de lo blanco cuando se pone en juego su pureza supuesta. Así, el recorrido sobre la obra de Miguel Fernández deja como resabio final (de nuevo sobre los (des)acuerdos entre las cosas y sus nombres) otro intento de aislamiento del objeto de la estructura connotativa que rodea y define la imagen. Cubo blanco I hace aún más evidente este proceso de aislamiento (in)habilitando en la transliteración del sentido útil de sus objetos —libros— sobre la homogeneidad de sus cantos expuestos.


















Reducto desestimado en el que la desintegración figurativa deviene manifiesta de manera más explícita hace el final del recorrido en Imposturas con la serie de fotografías en Reiteración I, II, III —‘quemadas’ las referencias, Fernández no deja al espectador otra cosa que restos de color. Habría que recordar antes de dejar (de) ver que el término latino colorem se vincula con celare, es decir, esconder u ocultar.[6] Por ello sea acaso que antes de dejar los estadios en nombramiento entre el vacío, la invisibilidad, la saturación y su presencias divididas que devela la obra de Miguel Fernández, haya que volver al germen del trazo activo del cuerpo sobre la superficie, antes del color, antes de la historia de la pintura, al dibujo. Un ‘dibujo’ —que puede también ser fotográfico— no trazado para representar ni abstraer, sino para (des)decir en la constitución de sus contornos tipográficos que el lenguaje es también asible sobre el inverso de su función comunicante transformando el significado en referente.




[1] Derrida, Jacques. La voz y el fenómeno. Valencia: Pre-Textos. 1995. p 166. (La voix et le phénomène. París. 1967)

[2] Sobre el sentido etimológico más apegado al origen del latín trasumptivus (pasado participio de transumere: tomar de otro) copia escrita, exacta, de un original.

[3] Barthes, Roland. El grado cero de la escritura. México: Siglo XXI. 2006. p 27. (le degré zéro de l’écriture, París: 1972)

[4] Barthes, Roland. Roland Barthes por Roland Barthes. Caracas: Monte Ávila Editores. 1992. p 80. (Roland Barthes par Roland Barthes. París: 1975)

[5] Miguel Fernández, Cuaderno de trabajo / Libro de artista, anotaciones fechadas el 15 de mayo, 2009.

[6] Batchelor, David. Cromofobia. Madrid: Síntesis. 2001. p 61. (Chromophobia. Londres: 2000)













Cráter, 2009. Impresión cromógena. © Miguel Fernández.




















Línea continua, 2009. Impresión cromógena. © Miguel Fernández.






















Nada en particular, todo en general, 2009. Grafito sobre papel. © Miguel Fernández.



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